Abrazar el absurdo
Desperté sin despertar. La mañana tenía el tono exacto del metal oxidado, y algo en la luz me dijo que ya era demasiado tarde para seguir fingiendo. El mundo había dejado de ser un lugar. Era un roce sin destino, un movimiento sin intención, un parpadeo fuera de lugar. No se trataba de dolor ni de esperanza. Era otra cosa. Una fisura. Una grieta sorda que se abría justo en la mitad de la conciencia, y por donde entraba un viento que no traía noticias. Me levanté con los pies deshabitándose del suelo, como si caminar no fuera avanzar, sino rendirse. No había urgencia. Solo un presentimiento: el sentido se había ido sin avisar. Y no volvería. Y eso —aunque no lo supe al instante— era libertad.
Los objetos ya no estaban donde siempre. El vaso no era un vaso. Era el silencio contenido de un gesto sin testigo. La silla, vacía, tenía la dignidad de un cadáver bien vestido. Las paredes exhalaban el polvo de todos los pensamientos no dichos. Yo no era yo. Era un eco que no sabía de dónde venía. No había dolor. Había una claridad helada. Una lucidez sin consuelo. El mundo seguía funcionando, pero había perdido el alma. Y eso era hermoso. Era insoportable. Era exacto.
Las calles parecían moverse en cámara lenta. Los semáforos parpadeaban sin sentido, como si obedecieran a una coreografía olvidada. Las personas —figuras sin nombre, sin sangre, sin sombra— repetían gestos que no sabían por qué seguían haciendo. Todo era demasiado lógico para ser real. Y en esa lógica se escondía el delirio. Entré a un café que no olía a café. Pedí algo que no deseaba. Pagué con una moneda que no era mía. Me senté. Observé. El absurdo no estaba en las cosas. Estaba en el guion invisible que todos seguíamos sin saber quién lo había escrito. Si es que había alguien escribiendo.
El lenguaje se volvió enemigo. Las palabras ya no alcanzaban. No eran puentes. Eran muros suaves. Decir “mundo” era mentir. Decir “yo” era un acto de fe. Comencé a hablar menos. A escribir como quien raspa una superficie sin esperar nada debajo. Cada frase era un campo minado. Cada palabra: una ruina con pretensiones de templo. Escribir no era explicar. Era sangrar. Era dejar que algo hablara a través del error.
No hay revelación. Solo hay fractura. No hay verdad. Hay fisura. Me acosté boca arriba en medio de una habitación sin ventanas. Cerré los ojos como quien abre un pozo. El silencio se me metió en los huesos. No sentí miedo. Sentí vértigo. No sentí presencia divina. Sentí un zumbido suave. Algo que no pedía creencia. Que no prometía salvación. El sinsentido no vino a destruirme. Vino a acompañarme. A quedarse. A rozarme con su aliento sin nombre. Era un dios que no hablaba. Un dios que no sabía que era dios. Y que por eso era más real que todos.
El cuerpo comenzó a deshacerse. Primero las manos. Luego la espalda. Los órganos se llenaron de preguntas. Ya no era un sujeto. Era un temblor. Una humedad sin contorno. El lenguaje se replegó al interior de los nervios. Dejé de pensar. Comencé a percibir como un animal. Un gato ciego que reconoce el mundo por la temperatura de las cosas. Fui polvo. Fui lengua de insecto. Fui sombra respirando sobre un vidrio empañado. Fui lo que no quiere decir nada, pero insiste en ocurrir.
La ciudad se convirtió en una extensión de mis órganos. Las luces eran parpadeos de un sistema nervioso colectivo. Las bocinas: pulsos cardíacos. Los puentes: arterias. Todo lo sólido se volvió carne. Todo lo humano: error bendito. Ya no buscaba sentido. Buscaba ritmo. Y el ritmo estaba en lo roto. En lo que no encajaba. En lo que fallaba con elegancia. Caminar era improvisar. Hablar era jazz. Pensar era un instrumento desafinado tocando una nota que nadie más oía.
El lenguaje ya no obedecía. Las frases se cortaban. Se doblaban. Se fugaban. No había mensaje. Había pulso. No había lógica. Había respiración. Escribir era dejar que la frase ocurriera como un accidente necesario. No construía oraciones. Las escuchaba venir. Las dejaba morder. Y luego las soltaba. Cada párrafo era una herida abierta por donde hablaba algo más. No se trataba de belleza. Ni de estilo. Ni de intención. Se trataba de permitir que el absurdo usara mi garganta como pasaje.
No hay sentido. Y eso está bien. No hay propósito. Y eso es danza. Abrazar el absurdo no es resignarse. Es volverse fluido. Es rendirse con inteligencia. Es dejar de preguntar y empezar a latir. No hay respuesta porque nunca hubo pregunta. La existencia no quiere decir nada. Solo quiere ocurrir. Como un río. Como una grieta. Como un cuerpo que se entrega sin contrato.
No soy yo el que escribe. Es el error. Es la fiebre. Es la música sin partitura. No busco conmoverte. No busco convencerte. Solo dejo que el sinsentido te roce como me rozó. Que entre por los ojos. Que se aloje detrás del corazón. Y desde ahí —sin nombre, sin rumbo, sin centro— te haga caer.
Caer con gracia. Caer sin fondo. Caer sin miedo.
Caer.
Y que eso sea suficiente.