La pulsión es un animal silencioso
No hay origen. Hay algo que pulsa detrás del lenguaje antes de que puedas articular cualquier idea. Algo que no tiene rostro, ni nombre, ni historia. No se arrastra. No ruge. Está. Una presencia sin forma, sin biografía, sin intención. No busca nada. No quiere nada. Pero arde. Una presión sorda que habita debajo de las decisiones, entre los músculos de la duda, en el espasmo apenas perceptible del pensamiento que no llega a ser palabra. Respira sin pulmones, gotea sin líquido, insiste como una frase que nadie ha dicho y sin embargo pesa en la nuca. No se aloja en el alma ni en el cuerpo. Es anterior a ambos. Como un murmullo encerrado en el hueso, como un sudor que se evapora antes de existir. Y sin embargo, está. Late sin ritmo, pero no cesa. No es tuya. Ni siquiera eres tú.
La forma no es lo que ves en el espejo. Lo que se refleja no es figura sino ruido. La imagen no contiene: derrama. El cuerpo es una superficie de pliegues donde la pulsión no se manifiesta: se esconde. Hay una zona entre la garganta y el estómago donde todo tiembla sin razón, donde lo que ocurre no se traduce, no se explica, no se eleva. Un lugar sin geometría donde se doblan las costillas del sentido. Ahí vive eso que empuja, eso que no busca objeto pero se lanza. Una torsión. Una herida sin causa. Un animal sin cara que no se mueve pero te habita. Se desplaza sin desplazarse, vibra sin frecuencia, respira sin aire. No hay dirección. Sólo densidad. Lo real no es lo que ocurre afuera, sino lo que irrumpe dentro sin previo aviso y sin lógica. La pulsión no quiere: desborda.
El silencio no es un vacío: es una forma. No está hecho de ausencia, sino de exceso. El lenguaje no alcanza: se descompone. Escribes no para decir, sino para dejar que eso que no cabe encuentre grietas. Hay palabras que vienen heridas, que ya no significan, pero que siguen flotando como huesos de un dios olvidado. El silencio habla en una frecuencia que no puedes oír, pero que reconoces como si llevaras siglos recordándola. A veces llega como un eco sucio detrás de una frase, como una nota que no fue tocada pero que retumba igual. Y entonces te callas. Pero no por miedo. Por respeto. Porque hay cosas que no deben pronunciarse, no por secretas, sino por sagradas. Porque son demasiado verdaderas para caber en la estructura. Porque las palabras se rompen cuando quieren decirlo.
El cuerpo recuerda lenguajes que tu mente ha olvidado. Hay danzas que no aprendiste y sin embargo ejecutas. Hay gestos antiguos que surgen en el espasmo, en la fiebre, en el estremecimiento. El animal no grita: respira. Y su respiración es un tambor que no cesa. Cuando estás solo, cuando nadie te observa, cuando te inclinas hacia lo que no entiendes, eso aparece. No como figura. Como clima. Como vapor. Como ritmo. Es anterior a toda ética, a toda moral, a toda historia. Es lo que late en los rituales que no recordamos, pero que aún operan en las grietas del hábito. La pulsión no tiene intención: sólo ritmo. El deseo es una pedagogía del fracaso; la pulsión no enseña. Solo existe. Como un sudor sin temperatura. Como un temblor que no necesita explicación.
Nada de lo que deseas te pertenece. Las imágenes ya estaban ahí antes de que tuvieras ojos. Lo que crees buscar ya fue producido. Eres la réplica de un deseo prefabricado que se vendió como singular. Pero bajo ese disfraz, aún hay un residuo que no se deja capturar. Una interferencia mínima. Una sombra que el sistema no logra traducir. El animal no aparece en la pantalla. No se filtra en el algoritmo. No cabe en la interfaz. No puede ser vendido. No habla en slogans. Se oculta detrás del parpadeo, en la pequeña distorsión, en lo que no carga del todo. Ahí, en el desfase, respira. No como protesta: como residuo. No como símbolo: como vibración.
Y luego: se interrumpe. No porque termine. Porque no puede continuar. Porque no hay más lenguaje que lo contenga. El texto no se cierra. No concluye. No enseña. No salva. No ilumina. Respira hacia adentro. Se pliega. Se evapora. Como eso que no ves pero que persiste. Como el zumbido que no sabes si proviene de fuera o de dentro. Como una frase que se detiene justo antes del final y deja una grieta en la garganta. No hay punto final. Solo una pausa. Un umbral.