Apología del humo: sobre el suicidio y otras evaporaciones
El humo no sube: se va.
No tiene urgencia. No tiene alma. No tiene destino. Es apenas un gesto que se deshace. No queda de él más que una textura leve en la luz, una deformación del aire que duda entre quedarse o desaparecer. Lo he observado flotar sobre cuerpos en silencio, entre la torsión de las cosas y su renuncia a seguir siendo. Y he comprendido que no es un residuo: es una forma. Una forma que ya no busca afirmarse. Un lenguaje sin necesidad de voz. Una negativa que no estalla, pero persiste.
He escrito esto sin intención de explicarlo. Sin certeza de estar.
Fumé mis pensamientos con la lentitud de quien no espera que algo cambie. Cada bocanada fue un pequeño suicidio, una célula del alma que decidía no insistir. Había en el humo una sabiduría callada, una manera de despojarse sin violencia, sin escándalo. No era fuga. Era estilo. No era derrota. Era elegancia. Y allí, en esa combustión sin drama, surgía una forma de belleza no escrita por ninguna religión.
A veces pienso que la vida no comienza con el nacimiento, ni siquiera con el lenguaje, sino con el acto de sostenerse. Sostenerse: ese verbo sin honor. La gravedad moral de existir. El deber diario de no caer del todo. Pero ¿qué pasa cuando no hay ya deseo de mantenerse? Cuando estar es un exceso, una costumbre sin sabor, una obligación ajena. Entonces se abre una grieta, no en el cuerpo, sino en la forma de mirar. Una zona sin mapa donde se disuelven las palabras y el “yo” se convierte en bruma.
No todos los que mueren han querido irse. Y no todos los que siguen aquí están vivos.
Existe un punto intermedio, un estado de materia flotante donde el alma no es ni llama ni cadáver, sino humo. No es metáfora. No es símbolo. Es sustancia.
Quien no ha habitado ese punto no sabe de qué hablo.
Pero para quienes han sentido alguna vez la evaporación interior —ese vaciamiento tibio que no duele, pero consume—, estas palabras no necesitarán explicación. Solo acompañamiento.
He caminado bajo cielos pesados, entre edificios dormidos que parecían retener una tristeza anterior al tiempo. Y en una banca cualquiera, entre el silbido torpe del viento y el rumor lejano de lo que alguna vez fue música, me senté a mirar el mundo como si ya no perteneciera. El humo de mi boca no subía. Oscilaba. Dudaba. Y en esa duda reconocí mi propio reflejo: yo también dudaba entre quedarme o dejar de sostenerme.
El suicidio no es un acto. Es un estado.
No es una interrupción. Es un estilo de respiración.
Quien cree que se trata de morir no ha comprendido nada.
Morir lo hacen todos. Lo otro —lo hondo— es desactivar el pacto invisible con la duración, con la identidad, con el deseo de dejar huella. Lo otro es decir: no necesito ser, no deseo continuar, pero no por dolor: por exceso de lucidez. Es mirar el mundo como un decorado sin obra. Un teatro vacío. Una maquinaria sin necesidad de público.
He visto personas que se sostienen como si estuvieran detenidas por cuerdas invisibles.
Su mirada ya no responde a nada. Su cuerpo ya no pesa. Su voz no llega al otro. Y sin embargo están. Están como ruina. Como nota sostenida que nadie escucha. Están porque nadie les ha enseñado a no estar. Y en sus gestos se adivina la evaporación silenciosa de algo que antes ardía.
La belleza de no durar... no sé explicarla. Solo he sentido su roce en ciertas miradas que no se prolongan, en ciertos besos que no se piden, en ciertas palabras que no quieren repetirse. Hay en el humo una estética de lo efímero que ningún arte puede imitar. Un deshacerse que no pide memoria ni lápida. Un desaparecer sin acusación. Una renuncia sin derrota.
Hay pensamientos que no desean convertirse en ideas.
Hay emociones que no necesitan nombre.
Hay cuerpos que no quieren ser historia.
Y todo eso —lo que no se fija, lo que no se salva— es lo que más intensamente vive.
He aprendido a contemplar lo que se pierde sin tristeza.
No porque no duela, sino porque ya no hay lucha.
El humo enseña a no aferrarse. A no guardar. A no declarar.
Solo así uno puede amar de verdad.
Sin miedo de evaporarse en el otro.
Sin deseo de permanecer.
Una vez soñé que flotaba en una habitación sin puertas, donde el tiempo no pasaba y las palabras se desprendían de los objetos como piel muerta. Nadie me hablaba. Nadie me llamaba. Y sin embargo no había angustia. Solo una forma de suspensión sagrada. Algo parecido al silencio del que ya ha renunciado a narrarse. Allí comprendí que el suicidio no es dejar de respirar. Es dejar de contarse.
Hay quienes escriben para afirmarse.
Yo escribo para evaporarme.
No por cobardía. No por vanidad.
Por estilo.
Por no tener que explicar lo que ya se ha dicho sin decirse.
La forma más alta de dignidad es no necesitar forma.
Ser sin sostenerse. Existir sin exigencia de sentido.
Flotar como quien no quiere territorio.
Callar como quien ya ha dicho lo esencial.
Arder sin dejar huella.
Ahora, mientras cae la noche sobre esta ciudad sin épica,
mientras los autos siguen su coreografía sin alma,
y los edificios se iluminan como si alguien los habitara,
yo permanezco en un rincón del aire, sin nombre,
sintiendo cómo el humo vuelve a mí,
no como eco, sino como origen.
Y todo lo que alguna vez fui,
todo lo que dije, todo lo que perdí,
no se ha ido:
simplemente ha aprendido a no tener contorno.
No hay final.
No hay redención.
No hay necesidad de otra frase.
Solo esto:
algo sigue ardiendo.
y no necesita forma.