Laberinto para los que ya se perdieron


No entras: te disuelves. El laberinto no es una puerta, ni una estructura. Es una forma de respirar sin oxígeno, una arquitectura hecha de pliegues de conciencia, una materia sin forma que te absorbe al ritmo de tu propio extravío. Te descubres adentro no porque lo hayas buscado, sino porque ya estabas. Sin darte cuenta, hace tiempo que caminabas en círculos que no eran círculos, repitiendo gestos de nadie, rituales que no te pertenecen, frases heredadas de sombras ajenas. Cada paso que das se escribe sobre el paso anterior, borrando todo mapa. Cada intento de salida refuerza el encierro. No hay entrada, no hay escape. Hay un punto que vibra dentro y que no cesa. Desde allí todo se expande: una geografía sin superficie, una sensación sin dirección. El laberinto no es lo que pisas, es lo que te atraviesa.

Comienzas a percibir la disolución sin resistencia: la sintaxis de lo real colapsa en silencio. La mesa ya no es mesa, el muro no se comporta como materia, el tiempo no se deja dividir entre antes y después. Los objetos se derraman fuera de su nombre. Hay un cuchillo que no corta, un reloj que emite luz, una sombra sin cuerpo que se mueve más rápido que tú. Todo lo que ves es ya residuo de un símbolo que ha olvidado su causa. El lenguaje se retira como un dios exiliado de su propio templo. Y tú, sin el abrigo de los signos, te conviertes en puro tacto, en superficie inquieta, en animal sin nombre. Pensar se vuelve obsoleto: como intentar entender la caída mientras se cae. Lo real se desmantela a cada gesto. Ya no puedes preguntar. Solo asentir con el cuerpo.

La atmósfera cambia como si alguien girara una perilla invisible. Hay una densidad nueva: el aire es una tinta sin color, pero espesa, como si se respirara dentro de una idea que aún no ha sido pensada. Una música sin música vibra en tus huesos: no proviene de afuera, sino del roce entre tus pensamientos que se descomponen. No es ritmo: es eco de lo que no ocurrió. A ratos sientes que avanzas, pero no hay movimiento. El desplazamiento ha sido absorbido por una forma circular de percepción. El espacio te observa, pero no como entidad, sino como sistema de reflejos. Un parpadeo y todo se transforma. El pasillo donde estabas ya no existe. En su lugar: una sala cuadrada, sin techo, con paredes escritas en un alfabeto que no reconoces. Te acercas. Las letras están vivas. Algunas se contraen, otras gotean. Al tocarlas, emiten un sonido sordo. La escritura respira.

Entonces entiendes: no es que estés dentro de un laberinto, es que lo estás generando al percibir. Cada elección de tu mirada activa una transformación. La arquitectura no existe hasta que la deseas. Cada paso inventa su propio obstáculo. No hay error: hay respuesta. Y esa respuesta se pliega sobre ti como una piel recién nacida. No hay arriba ni abajo, sólo niveles de intensidad. Un mismo punto puede ser entrada, salida o nudo. Lo descubres cuando, sin saber cómo, estás frente a una figura: ¿persona?, ¿animal?, ¿idea encarnada? No tiene forma fija. Parece compuesta por fragmentos de otras figuras, como un recuerdo que nunca fue tuyo. Intenta hablarte, pero el sonido se fragmenta en imágenes. Ves colores que no pertenecen a ningún espectro. Te transmite un mensaje, pero no puedes traducirlo. Sin embargo, entiendes. No con el pensamiento: con la sangre.

Caminar aquí es un acto de lenguaje. No con palabras, sino con cuerpos, con síntomas, con vibraciones que se articulan sin gramática. Lo que se mueve no eres tú: es el plano que se reconfigura bajo tus pasos. Y en esa danza de desplazamientos, reconoces una forma antigua de conocimiento, anterior al nombre, anterior al yo. El laberinto enseña sin pedagogía. No ofrece claves, sino mutaciones. Hay lugares que recuerdan templos en ruinas, altares sin culto, habitaciones sin historia. Allí, a veces, el aire se vuelve denso como una plegaria sin boca. Los objetos tienen voz, pero no idioma. Un vaso emite un zumbido grave, una escalera gime cuando te acercas. Cada superficie emite un llamado sutil, un ritmo. Y tú, perdido, bailas ese ritmo sin saber si estás siendo guiado o poseído.

Llega un momento en que ya no puedes distinguir entre lo que ves y lo que imaginas. No porque hayas perdido la razón, sino porque la percepción ha asumido todo el sistema. Tu cuerpo es ahora una cámara sin lente, un ojo sin párpado, una boca que no necesita emitir. El silencio se convierte en tu lengua materna. Y en ese estado, ocurre algo que no ocurre: una detención. No es que el laberinto se detenga: es que tú dejas de interferir. El flujo sigue, pero tú ya no empujas. Aparecen imágenes mínimas: una piedra flotando, una letra negra sobre una pared blanca, un insecto que no tiene sombra. Todo parece indicar que estás cerca de algo, pero no hay promesa. No hay fin. Sólo una vibración más sutil. Y entonces, en esa suspensión, ocurre la experiencia más radical: te olvidas de ti.

No es la muerte. Es otra cosa. Es el cese del centro. El abandono de la arquitectura interior. Ya no hay testigo, ya no hay historia. Solo una respiración que sucede sin sujeto. Y en esa no-identidad, descubres que el laberinto no era un lugar, sino un estado. Un modo de vibrar distinto. No se sale de él. No porque esté cerrado, sino porque ya no hay quien desee salir. Has sido asimilado. No por una fuerza externa, sino por la forma misma de la deriva. Y en ese instante sin tiempo, como un parpadeo que no se cierra, aparece lo que nunca debió mostrarse: una imagen final. No sabes si es un recuerdo o una invención. Tal vez ni siquiera sea imagen. Pero está. Y basta.

No hay epílogo.
Ni centro.
Ni yo.
Sólo esto:

Una palabra que no existe
esperando ser escrita.