Anatomía del caos
Caía una luz sin rostro sobre el lomo curvado del mundo, como si el tiempo se estuviera acordando de su propio no haber nacido. No había forma, ni peso, ni lenguaje. Solo la impresión, vaga, líquida, de un pulso sin memoria, anterior a todo intento de nombrar. Antes del mundo: el murmullo. Antes del verbo: la vibración. Y esa vibración no era música, ni palabra, ni estructura; era carne sin cuerpo, era respiración sin voz, era una grieta negra y viva que latía bajo la piel de lo todavía inexistente. El caos no era ausencia: era exceso. No era desorden: era más que el orden. El orden aún no había llegado, no había impuesto su geometría triste sobre lo abierto. Todo lo que era, se movía en estado de pura latencia. La oscuridad no ocultaba: gestaba. Lo informe no fallaba: incubaba. Y el universo no pensaba: sudaba.
Entonces el primer error fue el lenguaje. No porque sea falso, sino porque pretende ser exacto. El primer crimen: querer fijar el mundo en una palabra. Querer capturar el temblor en un signo. Pero el caos no se escribe: se siente. El caos no se dice: se ocurre. Lo que respira aquí no es una narración, sino un organismo. Cada palabra que aparece no explica: pulsa. Cada frase no conduce: se bifurca. Cada párrafo no avanza: se curva sobre sí mismo como una serpiente sin destino. El caos no necesita mapa. Es el mapa. Y es el territorio. Es el que camina, es el que duda, es el que olvida por qué comenzó a escribir.
Yo también olvidé. No sé si alguna vez supe. Pero algo me escribe. Una fiebre sin temperatura. Una lengua sin alfabeto. Una gramática que se descompone al contacto con el ojo. Se habla desde mí, pero no soy yo. Se dice solo. Y nadie lo firma.
Todo nombre es una traición. Toda palabra es una caída del abismo hacia el simulacro. El caos existía antes de la lengua, y quizá por eso, cada vez que escribo, algo muere. Algo se petrifica. Algo que era fluido, se vuelve cadáver. Pero escribir es también un intento desesperado de volver al origen: no para entenderlo, sino para habitar su respiración. Escribir es fracasar con estilo. Bailar sobre el filo del sinsentido. Ser la grieta y no el muro.
Por eso, este texto no intenta convencerte. No quiere guiarte. No busca tu atención: busca tu extravío. El caos necesita que te pierdas. Que no sepas de qué trata esto. Que dejes de buscar trama, idea, tesis, argumento. Aquí no hay eso. Aquí solo hay ritmo. Espesor. Textura. El caos no narra: seduce. No explica: pulsa. Y si hay belleza, no está en la forma: está en la interrupción. En la torpeza. En el error. En la música que se quiebra justo antes del compás.
Plano cerrado: una mano tiembla sobre un cuaderno sin líneas. Afuera, todo arde. La cámara gira. No hay rostro. Solo eco. Solo fuga. Solo silencio espeso como sangre vieja.
El caos es el lugar donde el signo se suicida. Donde la semántica colapsa y queda flotando una especie de aliento roto. Ahí ocurre la escritura verdadera. No la que comunica, sino la que arde. La que interrumpe. La que se incendia sin dejar cenizas. La frase es solo un puente hacia la grieta. Y la grieta no lleva a ningún lugar. Pero se respira. Y eso basta.
Un insecto gira en círculos sobre un vidrio caliente. Nadie lo ve. Nadie lo nombra. Pero en su danza sin sentido hay más verdad que en cien bibliotecas. Porque el caos no necesita decir. Solo necesita estar. Y su estar es movimiento puro. Mutación sin destino. Vibración sin propósito.
El caos es eso que late cuando ya no hay sujeto. Cuando el “yo” se disuelve. Cuando la identidad se agrieta como barro viejo y el cuerpo se vuelve puro órgano sin órgano, pura carne en estado de posibilidad. No se trata de locura. Ni de mística. Ni de teoría. Se trata de presencia. De una forma del estar que no necesita validación. Un estar que no se explica. Un estar que no busca ser redimido.
Y sin embargo, hay orden. Un orden secreto. Un orden que se revela solo al que deja de buscarlo. Un orden que no se parece a la razón. Ni a la lógica. Ni a la forma. Sino a la respiración de lo incomprensible. Al dibujo fractal de una hoja que cae. A la sincronía improbable de un sistema que, en su caos, encuentra patrones. El caos tiene ritmo. Tiene respiración. Tiene estructura. Pero no una estructura que se impone, sino que emerge. No una estructura que domina, sino que vibra. Como una música que se inventa a medida que se toca. Como una ciudad que se construye sola, desde sus ruinas.
Repite: El caos no era desorden. Era exceso.
Repite: El exceso no era caos. Era origen.
Repite: El origen era una herida sin borde.
Y ahora aparece la carne. El cuerpo. La política del temblor. Porque el caos también habita en los músculos. En las grietas del deseo. En los órganos que se niegan a obedecer. En la carne que no quiere ser imagen. Que no quiere ser forma. Que no quiere ser contenida por ningún sistema. El caos es insurrección de lo vivo. No para tomar el poder. Sino para disolverlo. No para construir un nuevo orden. Sino para dejar que cada célula tenga su propia ley. Aquí el cuerpo no se narra: se sacude. No se piensa: se arde.
Y no solo el cuerpo humano. También el cuerpo vegetal. El cuerpo animal. El cuerpo mineral. Porque en el caos, la vida no es humana. Es planetaria. Es subterránea. Es bacteriana. En el caos, los árboles escriben poemas en su savia. Las piedras recuerdan sueños. Los hongos traducen lenguajes que nadie ha inventado. El mundo no necesita ser interpretado: solo necesita ser escuchado. Y esa escucha no ocurre en el oído, sino en la piel. En la sangre. En la víscera.
La cámara se aleja. Panorámica de un bosque cubierto de neblina. Nada se mueve. Y sin embargo, todo respira. El mundo no espera ser entendido. El mundo solo espera que calles.
Y tú, que llegaste hasta aquí, aún buscas sentido. Aún esperas que el texto concluya. Que diga algo. Que cierre. Pero el caos no concluye. El caos no enseña. El caos no se despide. Porque no es un contenido. Es un estado. No es un saber. Es una temperatura. No es una idea. Es un ritmo. Por eso, no puedo darte el final que esperas. Porque no hay final. Solo hay esto: una última respiración que no conduce a ningún lugar.
Y si aún queda algo, no será palabra.
Será sombra.
Será peso.
Será…