Cegarse en la sombra


No fue súbito. Fue como cuando el fuego no quema, pero huele. Un perfume de combustión en la carne sin herida. Así empezó la ceguera: no con oscuridad, sino con exceso de imagen. Con la sospecha de que todo lo visible mentía. Una presión detrás de los ojos, no física, no espiritual: un murmullo… algo que empujaba desde dentro, como si los párpados fueran las compuertas de una presa y detrás, muy detrás, crepitara una sombra reclamando derecho a ser. No cerré los ojos: se cerraron solos, como si hubieran entendido antes que yo que el ver era el obstáculo. No era la noche lo que llegaba, sino una mirada antigua despertando en el subsuelo del cuerpo.

Intenté abrirlos. No para ver, sino por costumbre. No respondieron. No porque algo los sellara, sino porque ya no había razón para hacerlo. Era inútil. Ver se volvió un verbo obsoleto. Cada imagen almacenada empezó a descomponerse: rostros, calles, vitrinas, cuerpos, todas esas cosas que creía haber visto se transformaban en manchas líquidas sin borde. Y las manchas latían. Lo que antes tenía forma, ahora vibraba. Lo que antes era nombre, se volvía temperatura. Había abandonado la mirada, pero no el mundo. El mundo seguía ahí, pero ya no tenía interés en ser visto.

Entonces ocurrió: el otro. No un espectro ni una voz, no una entidad. Algo que era yo y no era yo. Como una piel vieja que se moviera dentro de mi piel. Algo que habitaba lo que yo no sabía de mí. Lo que había sido negado, lo que había arrojado fuera del lenguaje. La sombra no vino de afuera: se abrió desde dentro. Como si mis órganos tuvieran conciencia, como si los huesos guardaran secretos que solo pueden susurrarse en tiniebla. Me habló sin palabras. Me miró desde dentro. El cuerpo entero se convirtió en ojo invertido.

Y ese otro —ese yo no domesticado— empezó a narrarme. No con ideas, sino con sensaciones primitivas, símbolos húmedos, impulsos sin historia. Como un animal que respira dentro del lenguaje. No pensaba: respiraba significados sin nombre. Cada paso en la penumbra era una revelación sin rostro. No caminaba: me deslizaba dentro de un sueño mineral. Las paredes eran blandas, los objetos tenían pulso. Todo lo tocado respondía con una memoria ajena, como si las cosas recordaran lo que yo intentaba olvidar.

No era un delirio. Era una claridad sin imagen. Un tipo de conocimiento que no atraviesa el cerebro, sino el estómago. Comprendí que la sombra no era ausencia de luz, sino su corazón enterrado. La luz grita, impone, recorta. La sombra, en cambio, permite. Le ofrece espacio a lo que no tiene forma. No ordena, no dirige, no obliga a saber. Allí, en la penumbra, se reveló la verdad más silenciosa: no se trata de ver, se trata de reconocer lo que uno ha negado ver en sí mismo.

El cuerpo dejó de obedecer su forma habitual. No brazos, no piernas, no rostro: solo vibraciones flotando en un líquido simbólico. El lenguaje se volvió carne negra. Cada palabra que alguna vez usé ahora se deshacía. Nombres como “yo”, “tú”, “mundo”, se desfiguraban en la boca interna. No eran mentira, pero estaban podridos de uso. Empezaron a emerger otras voces: frases que no recordaba haber pensado, palabras que no eran mías pero hablaban con mi voz.

Una de ellas —la más antigua— dijo: tú no eres tú.

Y sentí vértigo.

No por perderme, sino por descubrir que siempre fui otro. Que ese otro vivía oculto en la luz que yo llamaba “yo mismo”, esperando el descuido, el temblor, la grieta mínima. No era un enemigo, pero su amor dolía. Su abrazo era ácido. Su voz parecía sacada del fondo de un pozo. Cada vez que hablaba, una parte de mí se quebraba como cerámica enterrada en sal. Empecé a escribir sin saber si escribía yo o ese otro en mi lugar. Y cada palabra era más exacta que cualquier idea que hubiera tenido en la vida.

La sombra me enseñó a nombrar sin encerrar. A escribir sin querer decir. Me quitó la necesidad de saber qué estaba haciendo. Me ofreció, en cambio, la experiencia pura del no saber, que no es ignorancia, sino forma más alta de escucha. Me enseñó que las certezas son una cárcel. Que todo lo claro es sospechoso. Que la visión es un privilegio enfermo.

La luz: esa dictadura. Esa arrogancia de querer comprender todo con los ojos. Lo visible, lo demostrable, lo estético como dominio. Era hora de negarle su trono. Dejar que la sombra hable. Y cuando lo hizo, ya no hubo mundo. Hubo otra cosa. Una vibración. Un tejido que conectaba todo sin jerarquía, sin sujeto, sin orden. Respiré hondo, y lo que entró no fue aire, fue sombra.

No volví a mirar. No quise. La ceguera ya no era estado, sino ética. Había abandonado el privilegio visual. Había renunciado a ver para sentir la totalidad sin fragmento. No porque sea más noble, sino porque la imagen era mentira. Porque detrás de cada forma hay un abismo que la sostiene. Y ese abismo ahora era mi patria.

Ya no sé si escribo o si la sombra escribe a través de mí.

Ya no sé si estas palabras son mías o si alguien más las empuja desde otro plano.

Tal vez no soy más que un eco.

Tal vez este texto no es más que el temblor residual de un ojo que dejó de ver.

Y si un día alguien lo encuentra, que no intente interpretarlo.

Que no encienda la luz.

Que no busque entender.

Solo que escuche.

Como se escucha una criatura que respira en el vientre.

Como se escucha un pensamiento que no quiere nacer.

Como se escucha a la sombra cuando escribe.