Cartografía del camino
El polvo no comienza. Flota. Presiente. Antes del pie, antes del nombre, antes incluso del impulso de moverse, ya había un temblor sin forma respirando en la herida. Se siente primero en los párpados, en la zona porosa entre la palabra y el músculo. El camino no nace: se insinúa. Como si lo supiera todo sin pronunciar nada. Como si no fuera trazo, sino fiebre. Una fiebre que arde sin temperatura, que no quema la piel sino el signo. Una fiebre que no busca sanar, sino errar. Entonces se da el paso —no hacia algo— sino hacia la pérdida del borde. Todo lo que había sido orientación se contrae. Se vuelve líquido. Se vuelve eco. Lo recto se curva. Lo fijo se disuelve. El paso no avanza: destila. Una gota, apenas, de voluntad delirante. El cuerpo no se lanza: se deja llover.
El umbral no se ve. Se atraviesa como se duerme: sin saber en qué momento exacto se ha entrado. El primer paso borra el suelo, no deja huella: deja niebla. Hay una incertidumbre que respira bajo cada milímetro de avance. No hay mapa. No hay brújula. No hay principio ni escala. Hay vértigo. Un vértigo suave, vegetal, casi dulce, como si el vacío tuviera aroma. Todo intento de trazar, de entender, de fijar, cae en el acto. El mapa no existe: es una superstición para los que aún creen en la forma. El mapa miente. Cada vez que se intenta delimitar el trayecto, el trayecto se pliega, se escurre, se deshace. Cada señal se desfigura. La distancia no mide: vibra. El norte es solo una idea que se disuelve en la lengua. El camino se manifiesta por evaporación.
Se camina como si se soñara en estado líquido. La materia se comporta como lenguaje: se tuerce, se insinúa, no se deja poseer. El cartógrafo ya no traza: tantea. Extiende los dedos como un ciego que busca una piel que no es piel sino tiempo. No camina: pulsa. No avanza: se deshace. Se convierte en un cuerpo-eco, una antena errante, una nervadura desprovista de voluntad. El camino camina al caminante. Las piedras ya no están bajo los pies: están dentro. Cada roce con el mundo es una traslación del yo. Ya no hay sujeto. Solo sintomatología del polvo.
El cuerpo se torna instrumento. No cuenco. No herramienta. Sino partitura ciega. Camina desde el intestino, desde las uñas, desde el pliegue entre la escápula y la sombra. El oído percibe lo que el ojo no nombra. El vientre anticipa. La lengua se vuelve órgano del paisaje. Se camina desde adentro, como si el cuerpo fuera una espora del trayecto, como si hubiera sido excretado por el camino. El tacto se agudiza hasta el delirio. Se siente el roce del viento en los huesos, el canto mineral de los líquenes, la vibración electromagnética de los insectos que nunca se ven pero están. Caminar es oír el temblor de lo invisible. El cuerpo ya no recorre el mundo: lo decodifica.
Y el paisaje... ¿qué decir? No existe como exterior. Es una alucinación consensuada. Una proyección táctil del miedo. Una condensación de símbolos errantes. Se ve lo que no se mira. Aparecen casas que respiran, puertas que laten, árboles que gesticulan en idioma de raíces, sombras que doblan esquinas sin pertenecer a nadie. El horizonte cambia de forma con cada parpadeo. Se camina dentro de una imagen que no responde a leyes ópticas. La distancia es una ilusión del recuerdo. A veces el suelo se comporta como agua, otras como fuego dormido. Hay relámpagos que no iluminan: desenfocan. Todo lo que se ve está siendo soñado por otra cosa.
Entonces el lenguaje, ese animal enfermo de sentido, comienza a desfallecer. Se retuerce, se bifurca, se abre como herida sin hemorragia. Ya no nombra. Ya no traduce. El lenguaje quiere errar también. Quiere manchar, arder, pudrirse en música. Las palabras se convierten en larvas, en insectos con alas de papel húmedo. Se arrastran sobre el texto como si buscaran nacer sin gramática. El lenguaje no quiere decir: quiere abrir. Romper la carne del silencio. No se escribe: se sangra. Se invoca. Se sopla un conjuro ilegible. Lo escrito no debe entenderse, sino tocarse. Rozar cada palabra como se rozaría una herida de un dios antiguo. El verbo deja de ser acción para volverse abismo.
Y todo se vuelve música. Pero no una música hecha de notas, sino de pausas. De silencios que respiran. De crujidos, de espasmos acústicos, de resonancias internas. El ritmo del andar se vuelve fraseo. El pie marca la métrica. El silencio entre cada paso es la clave. Caminar es interpretar una partitura invisible. Un jazz sin partitura. Sólo oído. Sólo azar. Sólo vértigo. El mundo es un contrabajo descompuesto. Se avanza en improvisación disonante. El caminante no interpreta: se deja tocar. El texto mismo respira como un instrumento roto, como una caja torácica llena de pájaros dormidos.
Entonces ya no hay más caminante. Ya no hay cuerpo. Ya no hay forma. Se ha convertido en líquen, en sombra sin propietario, en ritmo sin pulso. Se ha disuelto en la topología del entorno. No distingue entre sí y el musgo, entre su voz y el eco de la raíz. La identidad se licúa, el nombre se vuelve una espora seca. No hay memoria, solo vibración. No hay yo, solo tacto. Las manos ya no buscan: flotan. La mirada ya no enfoca: se diluye. Lo que queda es una percepción expandida, sin sujeto, sin deseo. Un estar sin estar. Una conciencia vegetal. Todo el texto se vuelve organismo, nervadura, alga.
Y no hay final. No puede haberlo. Lo que se deshace no se cierra. El último paso es una evaporación del signo. El texto no termina: suspira. Como si algo quedara latiendo en el pliegue de la última sílaba, sin pronunciarse. Como si el verdadero destino fuera una grieta que no se nombra, una sílaba que no se escribe, un sonido que no se escucha pero retumba por dentro.
Y sin embargo, aún...
…se sigue.
No por fe.
No por certeza.
No por destino.
Sino porque el polvo —ese dios sin altar—
sigue flotando.
Y flotar, aunque nadie lo diga,
es también
una forma
de caminar.